El tiempo apremia

A Mi Manera, por Rodrigo Yescas Núñez

En el contexto de un sexenio marcado por desafíos políticos, sociales y económicos, Chiapas enfrenta un problema que no puede seguir siendo ignorado: la inseguridad. Lo que en otros tiempos fue considerado un estado relativamente tranquilo, donde «no pasaban las cosas que pasaban en México», hoy muestra signos alarmantes de descomposición social y criminalidad que amenazan no solo la paz de sus habitantes, sino también el tejido institucional y las perspectivas de desarrollo.

En los últimos años, Chiapas ha visto un incremento preocupante en la incidencia delictiva, desde delitos de bajo impacto hasta actividades relacionadas con el crimen organizado. Si bien el estado comparte frontera con Guatemala, lo que lo convierte en un punto estratégico para el tráfico de personas, drogas y armas, los problemas de inseguridad no pueden explicarse solo por su ubicación geográfica. La debilidad y parsimonia institucional, si no es que complicidad, junto a la pobreza estructural y la falta de oportunidades también han creado un caldo de cultivo para la violencia y la ilegalidad.

La situación actual es alarmante. Los municipios fronterizos, como Tapachula y Comitán, han sido escenario de hechos violentos vinculados al crimen organizado. Por otro lado, las comunidades indígenas enfrentan una escalada de conflictos internos por el control de recursos naturales, tierras y otros intereses económicos que han orillado a muchísimos a dejar de la noche a la mañana sus casas y pertenencias para salvar la vida. En estas zonas, el Estado parece estar ausente, dejando a la población a merced de grupos armados y disputas que frecuentemente terminan en tragedias.

Se lee muy seguido: «El gobierno estatal y federal han implementado diversas estrategias de seguridad, desde operativos conjuntos hasta el despliegue de la Guardia Nacional». Sin embargo, los resultados han sido limitados. Parte del problema radica en la falta de coordinación entre los diferentes niveles de gobierno y la corrupción que permea a las instituciones encargadas de garantizar la seguridad. Además, la militarización de la seguridad pública no ha demostrado ser una solución sostenible ni eficaz en el largo plazo.

Es crucial entender que la inseguridad en Chiapas no es un fenómeno aislado, sino un reflejo de las profundas desigualdades que afectan al estado. Con más del 70% de su población viviendo en condiciones de pobreza, las opciones para los jóvenes suelen reducirse al trabajo informal, la migración o, en el peor de los casos, la delincuencia. Sin un enfoque integral que aborde las causas estructurales de la violencia, cualquier estrategia de seguridad estará destinada al fracaso.

Este sexenio de Eduardo Ramírez representa quizá una última oportunidad para revertir la tendencia y sentar las bases de un Chiapas más seguro. La seguridad debe ser abordada desde una perspectiva integral, que combine medidas inmediatas de contención con iniciativas de largo plazo orientadas al desarrollo económico, la inclusión social y el fortalecimiento del estado de derecho. Esto incluye una mayor inversión en educación, salud y empleo, así como un combate frontal a la corrupción y a los grupos que lucran con la ilegalidad. Me da esperanza la retórica del nuevo gobernador al respecto, y sobre todo eso de que los cambios serán evidentes dentro de los primeros días de su mandato.

La inseguridad en Chiapas no solo es un problema local; es una herida abierta que afecta la estabilidad y la cohesión del país entero. El gobierno, la sociedad civil y los actores internacionales deben asumir su responsabilidad en esta tarea titánica. Ignorar el reto de la seguridad en Chiapas sería condenarnos a sus habitantes a un futuro incierto y perpetuar una crisis que, de continuar, podría escalar a niveles irreparables.

El tiempo apremia, y las soluciones no pueden esperar más.

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