De la misma madera 

Para Javier Aguilar Acevedo, quien me platicó la historia.

Para Enrique Ampudia, en su cumpleaños.

Un poeta tabasqueño, que pudo ser José María Gurría Urgell o José María Bastar Sasso, definió las orilladas del río Grande—que nace en los Cuchumatanes de Guatemala y desemboca en la planicie costera del Golfo de México—como las vegas ubérrimas del Grijalva, otro de los nombres del río.

En la ribera de Cupía, en Chiapa de Corzo, fértil para la siembra del maíz y el jocote; poblada de altas ceibas, guanacastes, primaveras, cedros, caobas, capulines, nanches, zarzas, damas de noche, cachimbas, mozotes y palos de gusano; habitada por decenas de aves, insectos, mamíferos, miriápodos, artrópodos y alacranes, además de propia para la producción de ladrillos, vivían también, allá por las estribaciones del cerro Chiñua, los hermanos Ovidio y Jairo Nuricumbo.

Unidos desde niños, fueron compañeros de juegos y cuncas en el arte de chaporrear la labor, de tirar atarraya, de palanquear las embarcaciones para navegar hasta Acala o hasta Chiapa, de curtir nanche y jocote. Todo iba bien hasta que su padre, ya viudo, empezó con una tos carrascajosa que no se le quitaba ni con abundantes infusiones de oreganón, ni gastando frascos de Vaporub, ni yendo a ver al doctor Vargas, que tenía su consultorio a media cuadra de la pilona en la cabecera municipal.

Ahí empezaron la sufridera y los pleitos: que vos ni gastás en medicina, que te agobia cuidar al tata en la noche, que mejor te vas de bolo a la cantina de la Irene, mujer del mayor Olinto. Pura peleadera que se puso peor cuando don Chinto Nuricumbo pasó a mejor vida sin dejar papel para repartir la herencia.

Trompudos y malmodientos después del entierro, regresaron a la casa y ahí la discusión se centró en qué parte del terreno le tocaba a cadiquien. Decidieron que mita y mita, sin ventaja para ninguno. Salieron entonces a medir el terreno con varas, pero pa donde voltearan, siempre quedaba en medio un alto cedro, robusto y recto, del que podrían salir varios planchones para hacer una mesa galana con todo y sillas.

No hubo acuerdo hasta que decidieron cortar el tronco por la mitad, y cuando lo partieron, fue como si el filo del hacha se llevara también la hermandad, dejando a uno botado al lado del otro.

Jairo decidió mejor agarrar rumbo para la costa, siguiendo a una mulatita que conoció en la fiesta grande, que quedó prendada de él cuando lo miró bailar con su traje de parachico, gritando vivas sin parar hasta contar doscientos distintos:

¡Viva San Antón Abad, muchachos!

¡Viva el patrón Úrsulo Hernández Pola, muchachos!

¡Viva Carlitos Navarrete, muchachos!

Allá por el rumbo de Acapetahua fue a parar, llevando a cuestas su mitad del cedro de la discordia, con el que mandó labrar, con un guatemalteco, un San Pedro de bulto que no quedó muy grande, pero que eso sí, salió bien milagriento.

Un día, sin avisar, llegó Ovidio a verlo hasta su nueva casa.

—¡Hermano! Que acabe aquí la pendencia, volvamo a ser como antes.

Un abrazo selló el pacto y cuando se sentaron a tomar café con pan, servido por la negrita, Ovidio completó:

—Chulo está tu San Pegrito, ¿no?

—Lo mandé a hacer con mi trozo de cedro.

—¡Velo, chunco! Entonces es hermano de mi canoa.

Carlos Román García

28 de febrero de 2025

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