A Mi Manera, por Rodrigo Yescas Núñez ·
Hay trabajos que se eligen por dinero, otros por prestigio, y algunos —los más necios, los más tercos, los que se niegan a olvidarse de la gente— se eligen por vocación. Ser maestro universitario pertenece, para bien o para mal, a ese último grupo.
Y es que uno no llega a un salón de clases por casualidad. No se queda ahí por los horarios, ni por los sueldos, ni por los procesos administrativos que a veces desgastan. Se queda porque entiende que el conocimiento compartido tiene la capacidad de transformar realidades, de sacudir conciencias, de sembrar preguntas que incomodan y que, tarde o temprano, germinan.
Elegí la docencia como una manera de pagar mi hipoteca social. Porque lo que he recibido de mi familia, de mi comunidad, de mi gente, de mis maestros, de las oportunidades que la vida me ha puesto en el camino, no se paga con palabras bonitas ni con discursos, eso me quedó claro desde que me “cayó el 20” por los pequeños privilegios que he tenido la fortuna de disfrutar.
Entonces quedamos que dicha hipoteca se paga devolviendo algo a los demás. Y yo elegí hacerlo desde un aula, frente a jóvenes que, como yo en algún momento, necesitan a alguien que les diga: sí se puede, y tú puedes ser parte del cambio.
Ser maestro universitario no es solo dar clases. Es escuchar historias, acompañar procesos, celebrar triunfos que nadie más aplaude y sostener a los que tropiezan cuando nadie más los ve. Es recordar que detrás de cada matrícula hay un rostro, una historia, una esperanza.
Me gusta estar en el salón porque ahí descubro a personas que aún no saben lo lejos que pueden llegar. Porque a veces, en medio de la rutina y el cansancio, alguien te dice: «profe, gracias, esa clase me hizo pensar diferente», y eso basta para recordarte por qué empezaste.
Y es que este oficio enseña más de lo que uno imagina. No solo se trata de transmitir conocimiento, sino de aprender de los alumnos, de sus preguntas incómodas, de sus inquietudes, de su manera de mirar el mundo con ojos frescos. Ellos te enseñan de resiliencia, de empatía, de humor, de vida.
Ser maestro universitario es entender que, aunque no todos recordarán tu nombre, algunos sí recordarán esa clase donde se dieron cuenta de su valor, donde dejaron de tener miedo a opinar, donde comprendieron que su voz importa.
A mis alumnos y ex alumnos hoy doy gracias. Gracias por enseñarme a mirar desde otros ángulos, por esas conversaciones después de clase que terminan hablando de la vida, de los miedos, de los sueños. Gracias por recordarme, una y otra vez, que educar sigue siendo un acto de fe en el futuro.
Sí — estoy aquí por vocación. Porque creo que educar es una forma de resistencia, de agradecimiento, de compromiso. Porque esta es mi manera de saldar mi deuda con la vida, con quienes me tendieron la mano, con los maestros que apostaron por mí.
Pagar mi hipoteca social no se trata de dinero. Se trata de tiempo, de esfuerzo, de escuchar, de guiar, de acompañar. Y mientras la vida me lo permita, seguiré ahí, en el aula, haciendo mi parte, porque ha valido, vale y seguirá valiendo la pena. Nos vemos…