Reflexiones de un fantasma

Realidad Novelada, por J. S. Zolliker ·

Sé que estoy muerto, pero eso no me hace menos pensante, tal como un tigre en un centro de conservación no es menos tigre.

Ay, ese Pablo… querido Pablito, que clavó un palito. Él y yo compartimos muchas trincheras, marchas, mimeografías y más de una sopa de hambre en casa de algún camarada que soñaba con un país mejor. Pero ahora… ¡ay, Pablo! Ahora los gringos piden quitarlo, y desde donde estoy lo veo en las noticias, en grupos que quieren hasta nacionalizar las croquetas del perro, logrando lo imposible: ser comunista con chofer, cuentas en dólares y cartera Hermès.

Yo me acuerdo de él cuando decía que el dinero era el estiércol del capital. Bueno, pues ahora lo maneja como jardinero suizo. Y no cualquier dinero: el lavado, el sucio, el que se le encomendó erradicar, lo protegió con mano firme desde su trinchera en la UIF (Unidad de Introspección Flotante, porque ya no sé si están vigilando cuentas o flotando sobre ellas en un spa fecal).

A Pablo, cuando estuvimos presos, le indignaba la opulencia y la prepotencia; ahora le da comezón una camisa si no es de algodón egipcio y orgánico. ¿Dónde quedó aquel Pablo que gritaba en las asambleas estudiantiles contra el Estado antidemocrático y pretotalitario? Ahora parece, más bien, el meticuloso curador de ese saqueo democrático.

Si estuviera seguro de que no se infartaría si me le aparezco en una noche de copas, le preguntaría qué pasó con su alma democrática y marxista. Porque ha hecho ojos gordos ante fortunas que gritan: “¡soy corrupta!” con más volumen que una bocina de campaña de Morena. Al igual que con el intento de robar representación popular, Pablo ha aprendido a convertirse en sabio maestro de la omisión estratégica, y esas cosas “se le escapan” como si fueran transparencia de izquierda: ese oxímoron que él ayudó a patentar, y del cual ahora cobra regalías.

Pablo se volvió experto en el comunismo boutique: uno que señala a los ricos, pero sólo a los que son enemigos del régimen; que condena al capitalismo salvaje, pero invierte en corporativos fantasmas en paraísos fiscales; que se queja de la gentrificación, pero construye edificios que luego renta por Airbnb; que cita a Marx y Gramsci, pero pide “aportaciones” a empresarios en cenas con vinos de miles de pesos en el Pujol. Un socialismo hecho a la medida… de un saco de cashmere importado de la House of Bijan.

Y no lo reflexiono con odio, sino con nostalgia. Al Pablo de antes es al que muchos recordábamos con respeto. El Pablo que enfrentó al PRI con nosotros, cuando protestar se castigaba en Lecumberri. El que decía “fraude electoral” cuando eso te condenaba al ostracismo. El que no se amedrentaba cuando hablar de democracia terminaba en dientes rotos y gases lacrimógenos.

Pero ese Pablo ya no está.

Ahora parece desaparecido en su propia mitología del 68, traicionando nuestros ideales al integrarse, sin resistencia, al sistema político y al Estado. Ese Pablo ahora es acrítico, se ha embadurnado de halagos, y, como otros, se ha convertido en defensor y arquitecto de la reforma electoral del régimen. Con sonrisa serena y gesto de tecnócrata reciclado, justifica lo que ayer habría denunciado a gritos con altavoz en mano.

Hoy, el hombre que exigía autonomía electoral, que pedía controles al poder, que ponía en duda cada cifra de la Secretaría de Gobernación, aplaude una reforma que busca mermar la representatividad de las minorías y desmantelar al árbitro que él mismo ayudó a parir. Su adhesión no es sólo decepcionante: es una traición con credencial laminada. Es ver a un viejo luchador colgar los guantes y ponerse la camiseta del adversario… pero en versión edición limitada, bordada en hilos de seda.

¿Dónde quedó la voz crítica de Pablo? ¿Dónde quedó su prestigio como guardián de la legalidad? Porque esta reforma no es progreso. No es limpieza. No es modernización. Es una operación quirúrgica para amputar los contrapesos con bisturí de retórica populista. Y él, que conoce los abusos del poder, que sabe lo que pasa cuando se puede actuar totalitariamente, ahora finge que no ocurre nada, que no hay peligros reales, sino “ajustes necesarios”.

No se necesita ser especialista —ni fantasma— para notar que sumarse a esta reforma no es un acto de convicción, sino de conveniencia. Pero la historia no perdonará jamás a los demócratas que se convierten en arquitectos del autoritarismo, aunque lo hagan con populismo y rostro amable. Porque, en el fondo, lo que firmarán no será sólo una reforma: será su renuncia a la memoria, y a la de los que fuimos sus compañeros, vivos, muertos y caídos. No están reformando el sistema: lo están desmantelando con cara de notario y abrazo revolucionario (sin que se arrugue su saco Ermenegildo Zegna).

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