RAYOS Editoriales · 01.07.25

Cuando los derechos humanos se quedan sin oficina

El reciente anuncio del cierre de las oficinas de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos (CEDH) en Cintalapa, Copainalá y Motozintla por falta de recursos, no es solo un asunto administrativo: es un reflejo preocupante de las prioridades institucionales y de una precarización silenciosa que afecta directamente a los sectores más vulnerables.

En un estado como Chiapas, con profundos rezagos sociales, altos índices de violencia de género, desplazamientos forzados y conflictos agrarios, que la CEDH reduzca su presencia física en tres regiones no es un dato menor. Significa menos accesibilidad para quienes, en comunidades alejadas o sin conectividad, ven en una oficina regional no solo una ventanilla de atención, sino una posibilidad real de ser escuchados.

Si bien la institución asegura que la atención continúa a través de un número telefónico disponible las 24 horas, es evidente que no es suficiente. El contacto físico y directo sigue siendo indispensable en muchas zonas de Chiapas donde los teléfonos no suenan y el internet es apenas una promesa. La confianza, el acompañamiento y la defensa de los derechos humanos no pueden limitarse a una llamada a distancia.

El presupuesto anual de 53.8 millones de pesos que recibe la CEDH —de los cuales el 60% se va en nómina y rentas— pone en evidencia una estructura burocrática que hoy se ahoga en su propio esquema, priorizando la permanencia administrativa sobre la cobertura territorial. En lugar de replantear modelos más funcionales y menos costosos de operación local, se opta por la retirada.

En momentos donde Chiapas enfrenta una crisis de derechos humanos que va desde feminicidios, desplazamientos por violencia criminal, hasta agresiones contra activistas y periodistas, el debilitamiento institucional de la CEDH debería alarmar tanto como los hechos que busca atender.

Cerrar oficinas es más que bajar una cortina. Es dejar sin opciones inmediatas a quienes, en medio de abusos de poder, impunidad y desigualdad, ya viven demasiado lejos de la justicia.

Si el Estado no garantiza presencia y protección mínima en sus propios territorios, ¿quién lo hará? La defensa de los derechos humanos no puede ser víctima colateral de ajustes presupuestales ni de decisiones administrativas. Porque cuando se calla una oficina, se silencian también muchas voces que no pueden esperar una llamada.

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