Falla vacunación y brota sarampión
El brote de sarampión que hoy alarma al país con casi cinco mil casos confirmados, no es producto de la fatalidad ni de un virus inesperado. Es la consecuencia directa de un Estado que relajó la prioridad de la vacunación, que desatendió los rezagos y que, en el mejor de los casos, subestimó el impacto de no garantizar coberturas universales.
Los datos son claros: niños de cero a cuatro años —la llamada generación de la pandemia— son los más afectados. Ellos, que debieron haber recibido la protección básica en años anteriores, enfrentan ahora un virus prevenible. El descuido no solo es del momento; especialistas señalan que desde 2012 las coberturas de vacunación han caído, pero la pandemia y la falta de una estrategia eficaz en el último sexenio aceleraron la crisis.
Hoy, el sarampión circula en 23 entidades y ya ha provocado muertes. Esto no debería estar ocurriendo en un país con décadas de experiencia en campañas exitosas de inmunización. La salud pública retrocede cuando la prevención se convierte en un tema secundario frente a cálculos políticos o presupuestales.
El costo lo pagan las familias y, sobre todo, los niños. El Estado debe reconocer el error, asumir su responsabilidad y redoblar esfuerzos. Urgen campañas agresivas, transparentes y sostenidas para alcanzar a cada niño, adolescente y adulto que quedó fuera de los esquemas.
El sarampión no debió volver. Volvió porque fallamos como sociedad y porque el gobierno relegó lo que debería ser innegociable: proteger la salud de los más vulnerables.