La resurrección (y el cinismo) de Pío
Pío López Obrador ha vuelto. No con el discreto silencio de quien prefiere pasar página, sino con la estridencia digital de quien necesita recordar que, aunque el video parecía clarísimo, en realidad era una “vil manipulación mediática”. Cinco años después, el INE lo exonera y él reaparece para reclamar que una disculpa no basta. Bueno, uno entendería que no basta: quizá tampoco basten dos, ni tres. Tal vez haya que instaurar un “Día Nacional de la Absolución de Pío” para equilibrar el karma.
El hermano incómodo —ya no tan incómodo, porque la incomodidad la cargamos nosotros como espectadores de este teatro— dice confiar en las instituciones. Y cómo no: pocas veces se ha visto un Estado de derecho tan exhaustivo, tan paciente, tan meticuloso, que hasta el último organismo fue consultado, solo para concluir que el dinero en efectivo que pasaba de mano en mano era, al parecer, una ilusión óptica.
Pío asegura que el daño moral, biológico y social que sufrió no se repara con una disculpa. Tiene razón: el país tampoco se repara con disculpas, pero aquí seguimos, cada sexenio renovando la fe. Eso sí, su indignación tiene toque bíblico: nos cita el evangelio de Juan, “la verdad nos hará libres”. Quizá habría que aclarar si esa verdad incluye la edición de video, el ángulo de la cámara o la manera en que la bilis se disfraza de justicia divina.
Al final, Pío nos deja una lección: la justicia tarda, pero llega… sobre todo si uno tiene apellido de alta gama en la política mexicana. Y mientras él celebra su inocencia revelada, nosotros seguimos esperando que la verdad —la verdadera verdad, no la pericial— también nos haga libres.