Mamá chiapaneca, reina sin corona

A Mi Manera, por Rodrigo Yescas Núñez ·

En algún rincón caluroso de Chiapas, mientras el gallo apenas pensaba en cantar, ya estaba ella: la mamá chiapaneca. No porque quisiera, claro, sino porque cuando puede dormir un poco más porque es sábado y los niños no van a la escuela, todos en casa se esmeran en hacer la mayor cantidad de ruido posible, haciendo imposible alargar el sueño y no solo eso, sino que ya está lista para repartir «puteadas» a quien se las merezca.

Es 10 de mayo, el día en que —en teoría— la madre es homenajeada, venerada, tratada como reina. En teoría. Porque en la práctica, esa mamá ya lleva preparando dos licuados y unas quesadillas, ya encontró la camisa que el marido no veía que estaba frente a él, ya habló a su hermana para coordinar la comida familiar, y todavía tuvo que fingir sorpresa cuando le entregaron el regalo “hecho con mucho amor” (y más resistol que lógica) o que ella misma había comprado a pedido de la «bendi» más pequeña.

El desayuno especial consistió en café recalentado y un tamal de chipilín que milagrosamente sobrevivió del día anterior. Su esposo, con más buena intención que habilidad, intentó ayudar en la cocina, pero terminó dejando más desastre que ayuda. Y ahí iba ella, entre sonrisas y sarcasmos mentales, pensando: “Gracias por tanto, universo”.

Llegaron los mariachis. No contratados, sino los de la escuela del hijo menor, donde los niños gritaron con entusiasmo desentonado “Señora, señoraaaa”. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas… de ternura y un poco de pánico, porque recordó que no había alistado la casa para la llegada de hermanos, padres y suegros.

Porque claro, en Chiapas el Día de las Madres también es sinónimo de “vamos a ir a tu casa a almorzar”, lo cual se traduce en que la homenajeada termina cocinando para ocho personas. Ella, reina sin corona, sacó el mole, el arroz, las tortillas hechas a mano, y hasta un pozol para que no se dijera que no se celebró “como Dios manda”.

Pero al caer la tarde, cuando ya todo estaba en su lugar (más o menos), cuando el sudor ya se había secado y el último niño por fin dejó de brincar encima del sillón, se sentó con su pedazo de pastel de tres leches —que se sirvió ella misma— y sonrió.

Porque esa mamá chiapaneca, de mirada fuerte y corazón de tamalito caliente, sabía que el amor no se mide en flores ni en serenatas, sino en los “te quiero” torpes, en las cartas con faltas de ortografía, y en los abrazos que la buscaban como refugio.

Y así cerró su día: cansada, despeinada, pero invencible. Como solo una madre chiapaneca puede serlo.

Para Gaby, con todo mi amor…

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