La experiencia culinaria

Realidad Novelada, por J.S. Zolliker

Mis compañeros y yo trabajamos en uno de esos restaurantes en los que se vende comida común —y hasta algo insípida— a un precio obsceno, con un decorado diseñado para Instagram y para esos fifís que buscan “experiencias culinarias” en sitios con reconocimientos internacionales como los premios que otorga una llantera.

Y bueno, uno de esos días de miér…coles, entre platos tibios y copas recién pulidas, escuché un sonido que me heló la sangre: un acentillo españolete, barnizado de mexicanidad sobrearticulada, que provoca el mismo placer que masticar papel aluminio. Ahí estaba él: el oráculo del populismo vendeaire, el coreógrafo de gestos revolucionarios, el golden boy del discurso vacío, que gesticula cada vez que abre la maldita boca. Ese mismo que llegó de la Complutense de Madrid con tesis comunistoides capaces de atolondrar a ingenuos y enajenados por igual.

Lo conocemos de sobra; lo hemos atendido tantas veces que podríamos recitar su menú de vida. Y lo que siempre me ha resultado fascinante —y asqueroso— es su falsedad de laboratorio: se viste, fuma y camina como si nada le importara, pero elige cada prenda, cada marca y cada gesto con la precisión de un cirujano que interpreta a un “hombre común”. Es meticuloso hasta en sus manierismos, a veces afeminados; un tío muy pagado de sí mismo, soberbio y egocéntrico.

Con ahínco procura que todo le quede grande, que se vea barato o prestado, que parezca usado y, si es posible, que huela a mercado, como si acabara de bajar de un camión, cuando en realidad todo está calculado para que el disfraz de moderno Fidel Castro le encaje perfecto. Lo sé bien porque lo he observado con cuidado, y tiene todo tan ensayado que hasta su supuesto descuido tiene script, todo para lograr el premio de “el regenerador del lado de los pobres y desvalidos”.

Mientras conversaba con sus discípulos de sobremesa, su voz resonaba en cada rincón como si estuviéramos dentro de un mitin de bolsillo. Una compañera murmuró: “Prefiero escucharlo que intentar entenderlo”. Y es que, entre bocados de pan de elote en forma de catrina, el mesías de Podemos soltaba: “Debemos combatir los privilegios” con la solemnidad de un predicador, sin reparar en que lo decía con una botella de vino reposando en la mesa de un lugar que cobra más de dos mil pesos por cabeza.

¿De qué privilegios habla este turista con fuero que vino a nuestro país a “formar cuadros” y a pasearse por el Senado como si fuera su Airbnb? Seguro no se refiere al privilegio de ser considerado el senador 129, con oficina, sueldo y prerrogativas que sólo logran quienes se suman a la cuarta, no quienes les servimos la comida. Qué mayor privilegio que ser europeo, blanco, con estudios de posgrado y con una incómoda presencia e influencia entre quienes redactan nuestras mexicanas leyes.

Su teatralidad alcanzó el clímax cuando le sirvieron una “ensalada de tomates ahumados con sorbete de clamato y aguachile de durazno”: se relamió los bigotitos con tal parsimonia que parecía haber descubierto que Marx comía en restaurantes caros a diario, en lugar de vivir de deudas y de malgastar el capital de Engels.

El populista de vitrina, que soberanamente asigna presupuesto discrecional a medios digitales, practica su izquierda decorativa, exagerada, con voz impostada, al elogiar el talento del chef por una botana que simula un carbón humeante y que en realidad es una infladita rellena de esquites. Cuando dijo al aire: “Aprovéchenle todo lo que puedan”, eso nos colmó el plato a todos.

Entonces, recordé a mis compañeros nuestro mantra: “El verdadero arte de servir va más allá de llevar platos; se trata de crear momentos memorables y hacer que cada comida sea una experiencia única e inolvidable”. Y así, con delicadeza, dejé caer sobre su siguiente plato una llovizna mínima y muy, muy personal. El comunista de caviar, al probarlo, dijo a sus camaradas: “Me encanta, tiene un sabor especial”… y pude ver la sonrisa de mis compañeros pensando: una experiencia única e inolvidable.

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