Frontera, soberanía y los que tiran la piedra

A Mi Manera, por Rodrigo Yescas Núñez


En estos días, cuando los noticieros apenas alcanzan a procesar la velocidad de las crisis, una escena en la frontera sur vuelve a revelar el caos entre la legalidad y la realidad: elementos de la Fuerza de Reacción Inmediata Pakal, del gobierno de Chiapas, ingresaron a territorio guatemalteco en medio de una persecución contra presuntos delincuentes. Guatemala, por supuesto, protestó. México, por supuesto, se disculpó. Y todos fingimos que este fuego no arde desde hace años.

Lo que ocurrió el domingo en La Mesilla no debería sorprender a nadie. Los grupos criminales se han especializado en vivir en la grieta: ese vacío geográfico y político entre un país y otro. Cruzan, disparan, huyen, se refugian y regresan como si la ley fuera una línea invisible que sólo obedece el GPS de los burócratas. No se necesita mucho para entender que en esa franja fronteriza la soberanía hace tiempo que perdió terreno frente al miedo.

Y mientras tanto, el Ejército de Guatemala —que en teoría debería custodiar su frontera— opta por el papel más cómodo: hacerse el que la virgen le habla. No se enteran, no intervienen, no enfrentan. Y cuando las autoridades chiapanecas actúan, aunque sea con torpeza diplomática, el reclamo inmediato es contra México. En eso, al menos, los gobiernos siempre han sido rápidos: para exigir, para protestar, para cuidar las formas.

La gran incomodidad para el nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum es evidente: ¿cómo pedirle a Estados Unidos que respete nuestra soberanía si nosotros mismos la cruzamos con uniformados, aunque sea para perseguir a criminales? ¿Cómo defender el principio diplomático cuando los hechos te obligan a defender a tu gente?

Porque hay que decirlo sin rodeos: los chiapanecos vivimos aquí. Y aquí la seguridad no es una categoría abstracta, sino una urgencia. Bastante daño nos dejó una política de “abrazos y no balazos” que confundió la prudencia con la claudicación. Una estrategia que terminó pareciendo una complicidad tácita —si no es que descarada— con quienes desangran el país. Porque si no fue complicidad, al menos lo pareció. Y eso ya es demasiado.

Hoy, la frontera sur es un territorio donde se juega la paz de dos naciones, pero sobre todo de miles de familias que ya no quieren elegir entre el miedo o el silencio. En ese contexto, es comprensible que los chiapanecos respaldemos acciones firmes, aunque incómodas para los despachos de Relaciones Exteriores. Porque aquí no se trata de una postura ideológica, sino de sobrevivencia.

México no puede seguir siendo un sepulcro a cielo abierto ni un peón en el ajedrez del narcotráfico transnacional. Si hay una transformación real que el nuevo gobierno debe emprender, que empiece por donde duele: en los límites, en los bordes, en la frontera. Ahí donde todo se confunde, pero donde aún hay tiempo de poner orden.

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