En la Mira, por Héctor Estrada ·
Lo que en Chiapas se convirtió en un delito público solapado por todos los niveles de gobierno, en otras entidades del país ha comenzado a configurarse en prácticas ilegales perseguidas por la justicia. Se trata de la explotación laboral e infantil que viven desde hace décadas mujeres y niños indígenas de Chiapas, utilizados como vendedores ambulantes en áreas urbanas, cuya presencia se ha extendido rápidamente a las principales zonas turísticas del país.
En la entidad chiapaneca su presencia en cruceros y calles de las principales ciudades ha sido normalizada durante muchos años. Sin importar su edad, cientos de menores indígenas se han convertido en rostros recurrentes de la venta ambulante de dulces, artesanías, alimentos y diversos artículos, en zonas urbanas muy lejanas a sus municipios de origen, cuyo riesgo para los menores -prácticamente solos deambulando en las calles- ya ha cobrado varias facturas.
Dicha práctica se ha exportado con velocidad durante la última década a las más importantes zonas turísticas de México. La afluencia de visitantes extranjeros y la posibilidad de vender sus mercancías a mayores costos estimuló una migración abundante de estas redes de comercio ambulante hacia destinos internacionales como península de Yucatán y la Riviera Maya donde su presencia se hizo cada vez mayor, hasta también salirse de control.
Sin embrago, allá el abordaje a esa modalidad de trabajo infantil ha sido completamente distinto. Apenas la semana pasada una veintena de niños, niñas y mujeres (todos originarios de Chiapas) fueron asegurados por autoridades judiciales en la ciudad de Mérida para luego ser puestos bajo resguardo. Como resultado del operativo, un hombre fue detenido por los delitos de secuestro y trata de personas.
Se trató, según las autoridades, de un operativo especial luego las constantes denuncias que alegaban explotación infantil, maltrato y trata en las calles de esa ciudad. Fueron en total 11 inspecciones realizadas junto a la Comisión de Derechos Humanos y la Procuraduría para la Defensa de Niñas, Niños y Adolescentes, en distintos puntos de la capital yucateca, donde se mantenían bajo hacinamiento a los niños indígenas que durante el día realizaban trabajos de comercio ambulante
Sin embargo, no es la primera vez que se realizan este tipo de operativos en otras entidades. A finales de 2020 más de 10 niños indígenas fueron asegurados en Tampico, Tamaulipas, como parte del desmantelamiento de una red de trata infantil en esa entidad. Según la fiscalía tamaulipeca el 90 por ciento de los niños rescatados en aquella entidad procedían de Chiapas. Mientras casos similares han sido reportados en entidades Ciudad de México, Tabasco y Quintana Roo.
Es verdad, los elevados niveles de pobreza y marginación en Chiapas obligan a muchas familias a salir a trabajar todos los días al campo y las zonas urbanas, sin distinción de edades o sexos, para contribuir al hogar. Negar o perder de vista esa realidad añeja en la entidad sería un error de contexto inaceptable. Sin embargo, la explotación de niñas y niños (configurada en el Código Penal como trata de personas o trata infantil) sucede y no puede perderse de vista.
Es otra realidad que transcurre frente a todos, intentando disfrazarse de simple trabajo infantil, pero que en el fondo resulta evidente. Son esos miles de niñas y niños que a diario inundan las calles y espacios públicos, pidiendo dinero, boleando zapatos o vendiendo dulces, entre el claro descuido, maltrato e indiferencia.
No es un secreto que requiera mayores investigaciones. Los niños indígenas explotados laboralmente en nuestra entidad y ahora en otros estados del país son fácilmente identificables. Están ahí, a la vista de todos, con rutinas y argumentos mecanizados para conseguir las cuotas del día. No dan mayores datos sobre sus padres y entre conversaciones esporádicas suelen ventilar maltrato o presión laboral para conseguir los ingresos mínimos requeridos.
A diferencia del trabajo infantil simple, la trata de niños o explotación laboral infantil tiene detrás a padres o “patrones” que no trabajan; que envían todos los días a un nutrido grupo de niñas y niños a las calles para conseguir ingresos a base de cuotas; que llegan a las dulcerías a comprar mercancía en numerosas cantidades para rellenar las “cajitas” de más de cinco o seis niños bajo su tutela a fin de enviarlos a las calles; o controlan el trabajo de grupos de “boleritos” distribuidos por zona.
Y qué decir de la mendicidad infantil, oculta bajo la supuesta venta de paletas, dulces o flores, principalmente en zonas turísticas. Los padres o “patrones” saben perfectamente que es más fácil que las personas entreguen dinero por “caridad” a un niño que, a un adulto, y lo han convertido en una forma de vida bastante común. Haga memoria de su última visita a ciudades como San Cristóbal de las Casas. Ocurre todos los días, pero el problema se ha normalizado tanto que, aunque tengamos conciencia de lo que está sucediendo decidimos guardar silencio.
Detrás de la explotación o trata infantil hay maltrato intradomiciliario. Así lo ha documentado la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero. En la gran mayoría de los casos documentados se trata de niños hacinados por decenas en viviendas, bajo la vigilancia de tres o cinco adultos. Tienen cuotas diarias y son castigados, privándoles de alimentos o con reprimendas físicas, si no las consiguen. Lo más triste de todo es que muchas veces los verdugos son sus propios padres o familiares.
Es un problema tan habitual y normalizado que difícilmente se denuncia. Pasa inadvertido o ante la indiferencia de la mayoría, pero ocurre a diario. Y es que, justificar la explotación infantil por que los perpetradores sean los propios padres o familiares parece reducir a los niños y niñas a simples “posesiones parentales”, lejos de sus derechos a una vida libre de violencia… así las cosas.