A mi Manera, por Rodrigo Yescas Núñez •
Cada año, el desfile cívico-militar del 20 de noviembre recorre las avenidas del país como un recordatorio solemne de la Revolución y de la fuerza del Estado mexicano. Es tradición, historia y ceremonia. Pero también es un acto que, hoy más que orgullo, despierta preguntas incómodas. Y una de ellas es inevitable: ¿sigue teniendo sentido este desfile?
Lo planteo como ciudadano y periodista, no para provocar, sino porque la realidad se impone. México descansa sobre diversos pilares que sostienen su vida democrática, pero dos de ellos han sido fundamentales desde la construcción del Estado moderno: el uso legítimo de la fuerza y la capacidad exclusiva de recaudar impuestos. Estos pilares no definen todo lo que somos, pero sí marcan la frontera entre un Estado fuerte y un Estado en disputa.
El primero, el monopolio de la fuerza, ya no es absoluto. El narcotráfico ejerce violencia con la misma —y en ocasiones mayor— capacidad operativa que algunas policías municipales y estatales. Controla territorios, dicta reglas, impone toques de queda y decide quién vive y quién no. El Estado debería ser el único con esa facultad, pero la realidad muestra que la comparte, la compite o la pierde.
El segundo pilar, la tributación, también está fracturado. Miles de comerciantes en todo el país pagan piso, pagan derecho de paso, pagan “protección”, y lo hacen no por voluntad, sino por supervivencia. Surgen estructuras paralelas de cobro más rápidas, más eficientes y más violentas que cualquier oficina gubernamental. No es exageración: es un sistema fiscal criminal que se superpone al oficial.
Ante esta realidad, vuelve la pregunta que muchos prefieren evitar: ¿qué celebramos exactamente cuando el Estado desfila? Porque ver a las fuerzas armadas marchar debería llenarnos de orgullo, pero también nos exige honestidad. ¿Estamos presenciando una demostración de fuerza real o la representación de una fuerza que ya no es exclusiva? ¿Es una celebración del país que somos o del que queremos seguir aparentando?
La historia del 20 de noviembre merece respeto. La Revolución no está en duda. Pero la narrativa de que el Estado tiene el mando total se ha debilitado. Hoy conviven varias autoridades de facto, y en demasiados territorios son los criminales quienes imponen las reglas.
¿Tengo razón al cuestionarlo? Sí. No porque la tradición deba desaparecer, sino porque debe asumirse con verdad. México se sostiene sobre muchos pilares, pero dos de ellos —la fuerza y la recaudación— están seriamente disputados. Y cuando los cimientos se agrietan, no basta con desfilar como si nada ocurriera. Celebrar sin cuestionar es propaganda. Cuestionar lo que celebramos es civismo. Y yo prefiero el civismo.












