Por Rodrigo Yescas Núñez
Dos jóvenes chiapanecos, Enrique Jiménez y Eduardo Valdez, lograron conquistar el imponente Iztaccíhuatl, una de las montañas más desafiantes de México. Su aventura no solo fue un reto físico al enfrentar condiciones extremas de frío y altitud, sino también una experiencia transformadora que puso a prueba su fuerza mental y les dejó profundas lecciones de vida. Aquí comparten su historia, marcada por el esfuerzo, la perseverancia y el autodescubrimiento.
Escalar el Iztaccíhuatl fue una de las experiencias más intensas que hemos tenido. No solo representó un desafío físico, sino también una prueba mental muy dura. Subir por encima de los 5,000 metros significa llevar tu cuerpo al límite en un entorno donde el oxígeno es escaso y cada respiración se vuelve un esfuerzo. A esa altitud, el organismo funciona solo al 75% de su capacidad, lo que provoca síntomas como náuseas, mareos y taquicardia. A esto hay que sumarle el frío extremo, que hace que incluso las tareas más simples sean complicadas, explicó Enrique.
Aunque nos habíamos preparado físicamente, la montaña nos sorprendió en muchos sentidos. Los momentos más difíciles fueron aquellos en los que parecía que la cima estaba cerca, pero al avanzar, te dabas cuenta de que todavía faltaba mucho. Esa ilusión de proximidad desgasta no solo el cuerpo, sino también la mente. Hubo instantes en los que me preguntaba si realmente valía la pena seguir, pero cada descanso o simplemente observar el paisaje me daba un poco de fuerza para continuar, añadió Eduardo.
La clave, para mí, fue cambiar mi enfoque. Al principio estaba obsesionado con llegar a la cima, pero después entendí que pensar solo en la meta me estaba agotando. Decidí concentrarme en el presente, en cada paso, en avanzar un poco más. Cada pequeño logro, como alcanzar una roca o un punto de descanso, se volvió una victoria que me motivaba a seguir adelante, dijo Enrique.
Es cierto. Yo también aprendí a valorar cada pequeño avance. Cuando te enfocas demasiado en lo que falta, te abruma la distancia. En cambio, cuando piensas en lo inmediato, en el siguiente paso o en controlar tu respiración, es más fácil continuar. La montaña te obliga a estar completamente presente y eso cambia todo, agregó Eduardo.
Al regresar a casa, fue inevitable ver la vida cotidiana con nuevos ojos. Cosas que antes pasaban desapercibidas, como tener agua potable, una cama caliente o una comida recién hecha, adquieren un significado completamente diferente. Incluso respirar sin esfuerzo se siente como un regalo. La montaña te enseña a valorar lo que normalmente damos por sentado, comentó Enrique.
Además, te enfrenta a ti mismo. La montaña es como un espejo que refleja tus miedos, dudas y límites. Te obliga a enfrentarlos y a trabajar en ellos. Me di cuenta de que el verdadero reto no era la cima, sino todo lo que aprendí en el proceso. Esas lecciones son las que me llevo conmigo, dijo Eduardo.
Creo que por eso el alpinismo es tan transformador. La cumbre es solo un pretexto. Lo realmente valioso es el camino y lo que descubres en él. Te enseña disciplina, paciencia y a enfocarte en lo que realmente importa, añadió Enrique.
Y también a descubrir lo fuerte que puedes ser. Incluso cuando piensas que no tienes nada más que dar, encuentras esa fuerza interior para dar un paso más. Eso es lo que hace que estas experiencias sean tan especiales y, a la vez, tan transformadoras, concluyó Eduardo.