Realidad Novelada, por J.S. Zolliker
Estaba extasiada después de salir de una de tantas manifestaciones masivas a favor de Gaza y Palestina, convocadas por redes sociales y WhatsApp. Se llama Clara; es joven, educada, y aunque fue criada en el cristianismo, no lo practica. Se considera una buena persona, se percibe como sumamente privilegiada y, por ello —y por cierta culpa cultural heredada—, busca combatir las injusticias, ayudar a los desvalidos, defender las diferencias y abogar por la libertad sexual y de género. También, cabe decir, es bisexual, feminista, proaborto, antirreligiosa y opuesta al machismo y al patriarcado. Es activista de alma entera: dedica a las causas en las que cree casi todo su tiempo intelectual no laboral.
Clara es una treintañera con una maestría en Estudios de Género y Descolonización Cultural. Se considera una mujer informada y usa las redes sociales para instruirse y educar a otros sobre las nuevas teorías que tanto ha estudiado, pues tiene la certeza inquebrantable de estar siempre del lado correcto de la historia y quiere que los demás la acompañen. Por eso, en su perfil de Instagram indica sus pronombres, clama por una economía justa y se autodefine como: “Feminista interseccional. Pro-LGBTQIA+. Anticolonial y vegana con recaídas emocionales.”
Hace cosa de un mes, Clara asistió a una manifestación contra la ocupación israelíta. Le llegó la convocatoria a través de uno de los muchos grupos chat en los que participa. Su novia —una militante que desafía el patriarcado renunciando al maquillaje y la depilación— se ofreció como tamborista, lo que les permitió quedar cerca del estrado, donde un hombre de origen árabe pronunció un discurso que las conmovió. Después, acompañaron a los organizadores a un local donde bebieron, fumaron, consumieron y charlaron contra el imperialismo rancio, el cristianismo fósil, el clasismo estructural y la supremacía blanca.
Fue así como Clara decidió, al día siguiente, hacer algo “real”. Inspirada, se unió a una brigada “humanitaria” que viajaría a Palestina para llevar ayuda presencial y víveres, pero sobre todo para documentar lo que ella consideraba un genocidio, aun cuando esa palabra no encajara con ninguna definición del diccionario. En el fondo de su espíritu deseaba ser recibida como una hermana revolucionaria, una Juana de Arco moderna con uñas de glitter, y aunque nunca pensó que lograrían llegar al territorio —por la intervención del ejército judío—, creía que su intento bastaría para atraer la atención de la prensa internacional, generar conciencia y “educar”.
Para su desgracia, una fuerte tormenta desvió la trayectoria del motovelero en el que viajaban y encallaron al sur de Tiro, en el Líbano. Cuando Clara logró llegar a tierra firme, la golpearon la humedad y la rudeza del entorno: no llevaban suficiente comida (la “ayuda” era simbólica; la supuesta hambruna palestina, un pretexto), y poco después fueron capturados por un grupo armado de Hezbolá. Los milicianos, islámicos radicales, asesinaron de inmediato al único integrante que hablaba árabe, cuando intentó explicar que su misión era apoyar al pueblo palestino.
Así comenzó su verdadera inmersión cultural. Cuando se atrevió a hablar, la abofetearon, la obligaron a cubrirse el cabello y el rostro, y le hicieron saber que, como mujer, no tenía derecho alguno a expresarse ni a moverse sin permiso. Solo los hombres podían pedir ir al baño; las mujeres debían hacerlo donde pudieran, salvo que quisieran recibir un culatazo. “Aquí las mujeres valen menos que una cabra”, murmuró alguien mientras las transportaban en camionetas hacia Beirut.
Los días siguientes fueron una sucesión de pesadillas insoportables. Asesinaron a su novia tras violarla y destrozarle y mutilarle el cuerpo. Clara nunca supo la causa ni quiso volver a preguntar. A mediodía, los liberaron de sus celdas, les devolvieron sus ropas limpias y un hombre de barba tupida y verbo inflamado les informó —a través de un traductor— que les regresarían los celulares, pero que, si querían seguir con vida, debían fingir ante las cámaras una gran convivencia y culpar a Israel por el asesinato de sus compañeros.
Una tarde, antes de enviarlos de regreso a casa, uno de los líderes locales le habló con una dulzura siniestra:
—Da gracias de que eres útil. Aquí no hay derechos, no hay libertades, no hay géneros, ni valores occidentales. Aquí solo tenemos sharía, fuerza bruta, fe… y la expansión imperial del Estado islámico. ¡Inshalla!
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