La dictadura de una minoría

Realidad Novelada, por J.S. Zolliker ·

A Héctor lo vi, primero, en los filtros de seguridad de un aeropuerto de un país del hemisferio norte de América, y tiempo después en una de las salas lounge de una de las aerolíneas. Tiene poco más de 40 años y trae muletas y una rodillera mecánica por una cirugía que recién le realizaron. Un accidente de moto, me dijo.

Héctor se considera de izquierda, pues siempre ha creído que es necesaria la intervención del ser humano –y el Estado– para mejorar las condiciones de los menos favorecidos.

Asimismo, siempre ha sido un férreo defensor de los derechos de otras personas, poniendo especial atención a las minorías que consideraba oprimidas. Sin embargo, en lo que esperábamos que nos trajeran nuestra orden, me dijo que recién había cambiado algunas de sus opiniones y puntos de vista porque experimentó en vida propia los abusos e imposiciones que uno de estos grupos minoritarios pueden infringirles a otros, a su decir, prácticamente por capricho.

Lo que le sucedió fue lo siguiente: cuando estaba por pasar los filtros de seguridad, preguntó a la persona a cargo si debía quitarse la rodillera mecánica y las muletas, y pasar brincando con su pierna sana, lo que podía hacer sin problema. Le respondió que no. Entonces, subió su maleta a la banda, otras pertenencias a una charola y atravesó el arco detector.

Obviamente, al llevar tanto metal, la máquina emitió una alerta. Una persona de seguridad, del otro lado del arco, se le aproximó y le preguntó con cierta violencia y prepotencia el por qué había pasado por ahí si llevaba las muletas y la rodillera. Naturalmente, él contestó que le dijeron que no era necesario retirarse los aparatos. “¿Quién te dijo eso?”, le increpó. She did (Ella fue), respondió Héctor, y señaló a la encargada. ¡Y se hizo la hecatombe!

Resulta ser que aquella persona que había nacido mujer y se veía como mujer, se consideraba con identidad de género masculino y tenía una pequeña plaquita en su uniforme, con su nombre “Alexis” y abajo, en pequeñas letras, imposible de ser divisadas a más de un metro de distancia, los pronombres que quería que se utilizaran para referírsele: “He/Him/ (Él)” o “They/Them (Elles)” Y santo desgorre que se le armó.

En segundos se vio rodeado de personal de seguridad que le gritaba y reclamaba su falta de respeto. Él contestó que no podría ser una falta de respeto porque fue sin intención, no alcanzó a ver la plaquita y que se disculpaba. Aun así, lo hicieron quitarse los zapatos, volver a pasar el arco tres veces, le revisaron cada centímetro del equipaje (y le dejaron todas sus pertenencias fuera), le hicieron pruebas en las manos, ropa y maletas por explosivos y restos de drogas y al no encontrarle nada, estaban a punto de mandarlo a revisar a un privado para desvestirlo y hacerle una búsqueda de cavidades, cuando una señora algo mayor, supervisora, que iba pasando, intervino.

“Están llevando esto demasiado lejos, el respeto se gana, no se impone y no han entendido que no se puede obligar a la gente a interactuar con ellos según sus deseos de reconocimiento por cómo se identifican”, se disculpó en voz baja mientras le ayudaba a guardar sus cosas en la maleta y le liberaba para adentrarse ya hacia las salas de embarque.

“En la naturaleza sólo hay dos sexos y esta ideología de género se ha vuelto ya un absurdo que te quieren imponer a la mala, hasta por algo sin querer, como me acaba de pasar… ¿Sabes? Apenas caigo en cuenta de lo ridículo que es que alguien de 20 años no pueda beber alcohol”, me dijo señalando su cerveza, “pero que nos quieran imponer que alguien de cinco o siete años pueda elegir a esa edad su identidad de género… Por fin comprendo el concepto de la dictadura de las minorías”.

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