Realidad Novelada, por J.S. Zolliker ·
A las oficinas de la dependencia, llegó en una camioneta Suburban blindada. Lo conocen pocos en persona, así que la medida de seguridad no es realmente necesaria, pero disfruta mucho de la parafernalia del poder. Lo sabe toda la gente con la que trabaja y se confirma por el hecho de que, minutos más tarde, saliera por la puerta trasera del inmueble y abordara un taxi común. Con él, iba solamente su secretario particular, quién conoce todos sus movimientos y estrategias y quién ha trabajado a su lado por décadas. Es curioso, por decir lo menos, que solo salgan ellos dos y que usen el transporte público. Sobre todo, cuando suelen andar en grandes comitivas que les hagan todo, desde contestar el móvil por ellos para filtrar las llamadas, hasta pagar las estratosféricas cuentas de los restaurantes que visitan. Todo en efectivo, por cierto, como si la autoridad nunca le pidiera comprobar sus gastos de representación.
–Oye – rompió el silencio del taxi –dejaste tu celular, ¿verdad?
–Ya lo creo –le contestó a quien consideraba su mano derecha, sabiendo de antemano que, a donde iban, no había nunca que llevar nada que pudiese grabar conversaciones o convertirse en micrófonos para hackers o en geo localizadores que los colocara precisamente ahí.
–El otro día –comentó para intentar mitigar la tensión –me enseñaron unos nuevos celulares que se desconectan por completo, los está desarrollando y vendiendo un ex militar gringo…
–Sí, los he visto– le replicó sin apartar la vista del camino. –Parece que desconectan por completo la batería y que tienen interruptores para apagar todo, incluyendo la tarjeta madre.
–¿Eso qué es?
Rápidamente, el particular suspendió la conversación y giró nueva instrucción al taxista: por cambio de planes, los dejaría en el motor lobby un hotel de cadena, en la calle de Agua caliente. Ni cortos ni perezosos, entraron en la propiedad y con discreción, se dirigieron al restaurante como haría cualquier otra persona. De pronto, sin embargo, se desviaron a unos metros de la puerta y tomaron en el ascensor de huéspedes. Otilio, un contacto de confianza, los esperaba en el estacionamiento del sótano, con una van Tornado, aparentemente de carga, pero perfectamente acondicionada con cómodas butacas, pantallas y clima en la parte trasera. Eso sí, sin ventanas. Era una medida un poco extrema, pero así se aseguraban de que nadie los siguiera.
Muy pronto se encontraron en un camino de terracería. Otilio les comentó que, por radio, le avisaron que ya estaba lista la comida. “Cochi asado, bien bueno”, les dijo. Intentó parecer emocionado, pero la verdad es que le daba lo mismo. O casi lo mismo, mientras no le dieran pescado. No lo soporta. Además, el tema por el que iban para allá, por el cual tomarse tantas molestias, era muy sensible y lo tenía tenso, preocupado. Dos mil o dos mil quinientos migrantes estaban llegando diario a la frontera y tenían que retenerlos por meses ahí, poco a poco se volvía más difícil controlarlos y lo sabe, tarde o temprano eso se convertiría en un desastre humanitario. “Oye, déjame hablar a mí”, dijo, y su particular asintió en silencio.
Los recibieron con música norteña en vivo, abrazos, cerveza fría, whisky y coñac de sobra. A pesar del ambiente festivo, él no andaba con ánimos de celebrar. Sabía que pediría un favor muy grande y con repercusiones enormes, pero era su trabajo cuidar las espaldas de su patrón: se trataba de que rompieran con pactos formales con otros grupos, para ofrecer a muy bajo precio, casi regalado, fentanilo entre los migrantes. No había esperado una respuesta tan favorable, la verdad. “Ustedes quieren que el problema de campos de concentración desaparezca sin intervención del gobierno y nosotros necesitamos conejillos de indias para experimentar dosis”, le contestaron. “Asunto arreglado. Quite esa cara, que estamos para ayudarnos. ¿Ocupa ya un taco, o qué?”, le preguntaron. “Con una cheve bien helada y salsa bien picosa, si me hacen el favor”, respondió.